Marian y Cesc, por Valentín Martín.

Cuando Robin y Marian se encuentran en la hermosísima y crepuscular película de Lester, nada es como antes. Ahora sabemos que nada ni nadie es como se recuerda y eso le pasó quizás al guerrero que no sé muy bien si se murió de amor o de desilusión. Entonces sabemos que la dulce Audrey no pudo ir más lejos que dejarse pánfila y no recuerdo si viuda antes de que se hiciese cenizas la esperanza, tan cerquita aún la pasión. 
Entonces las pasiones había que suponerlas, ahora ningún dios proletario podría vivir sin ellas. 

Siempre me ha puesto en pie de guerra la pasión de Marian Ramentol y Cesc Fortuny por poner patas arriba la vida, eso que empezó siendo una parcelita para el encuentro y terminó más que un continente, un océano, y millones de estrellas que ejercen de testigos. Cada uno por su lado son una sabrosa y ultramarina entrega que se multiplica, no como en las tiendas de chinos, sino en la solera antigua de los colmados que daban de comer, beber, vendían esperanza y fe en la gente desde la creación artística que a ellos le alimenta. Juntos, son una inevitable y bendita bomba de relojería donde los átomos se abren a la luz como los malditos gorriones que dormían en el ciruelo de mi jardín, ese que tuve que cortar un día de cuajo para eludir el abismo de su jolgorio nada más atisbar un rayito de luz en el cercano horizonte del posío y los trigales. Durante años, el ciruelo estuvo allí, junto a las rosas, los caracoles que todo lo inundaban al salir el sol después de llover, y los crisantemos que años y años cultivaba madre para llevarlos a la tumba de padre el día de Todos los Santos. Cuando se murió madre, yo arranqué tantos años de ciruelo, ya nada tenía sentido (como le pasó a Robin después de volver de las Cruzadas), todo estaba allí por los crisantemos, las flores no valen nada eso ya se sabe. Muertos padre y madre, yo quería dormir. Así se acabó el alba de los gorriones, con una caída de párpados donde la noche se estirara más allá de su canturriarles. 

Marian Ramentol: nunca perteneció a la clase media, lo suyo siempre fue la sangre roja de los infinitos con vocación de eternidad que empieza nunca y ahí se queda, día a día, para que no cese jamás la percepción del pensamiento de la gente que la habitamos con una embriague religiosa. En este libro que nace como todos los suyos con un alboroto sigiloso que le hace irresistible, hay una abundancia de dolor, muerte, carnal oxígeno, lenguaje y atmósfera. Si alguien quiere conocer la geometría sin anestesia de los infiernos, que lo lea. Pero si quiere entubarse un chute gigante de gloria poética, con caminos, senderos, y claraboyas, que lo lea. Que lo lea porque al leerlo, se está leyendo a sí mismo. Porque Marian Ramentol no se escribe, escribe. Escribe como un ser humano desde la arcilla ansiosa y la prisa por vivir. Pero su caminar por el tiempo de las sílabas poéticas (Dios, cuánta seducción en cada poema) le deja la pausa exacta donde concentrarse en una multitud de gavillas tan reconocibles que inevitablemente nos pondrá frente al espejo. Posiblemente, cuanto más grande sea la distancia entre el escritor y su obra, más grande es su literatura. Pero hay otra forma de subir de tamaño: escribir desde la raíz lorquiana donde tiembla enmarañada la oscura raíz del grito, sí, pero sobre todo atrapar el bravo mar de un universo lleno de seres humanos y compartirlo. Escribir desde la lejana cercanía, o desde la cercana lejanía, tanto da. A mí me ha pasado. Me ha pasado que al leer sin piedad de mí mismo este libro de Marian Ramentol, me he visto como una sombra en cada verso, como el movimiento de una savia arterial que es mi savia, me he visto en cada sol anatómico que ella ha puesto a hablar sobre un papel encendido, me he visto. Y me he sentido en paz conmigo mismo. Porque he sentido la transfusión de José Agustín antes de saltar al vacío y decir que uno a uno no somos nada, y que he sentido que junto a la poesía de Marian Ramentol no sólo estoy a gustito, sino que soy mucho. Y he sentido, a qué negarlo, mucha envidia. Ya sé que la envidia no es buena, que da pena y se acaba por llorar. Pero qué queréis, amigos, algunas mujeres lloran después del orgasmo. Como yo al finalizar tres veces el libro.

Cesc Fortuny: hay que quitarle ya el pasaporte para que no huya a Tahití, se compre un sombrero campesino o se acomode junto a una novia boliviana. Que no se nos escape, vaya. Entre la prosa y la poseía de este libro de Cesc Fortuny sólo cabe el delgado papel de fumar del ritmo y yo diría, eludiendo a los puristas, que ni eso. Leo este libro y atisbo que no hay nada temporalista en él porque el puro subjetivismo que algunos les parecerá irracional o extranjero está puesto en realidad al servicio del vivir colectivo de todos. Hay en el libro y probablemente en todo Cesc Fortuny una perpetua y feroz rebelión contra la apatía, no sólo desde una expresión narrativa o poética cuyo resultado es muy fértil, alejado mil leguas por lo menos de cualquier raquitismo. No hay que confundirse: Cesc Fortuny no destierra la realidad sino la corteza del naturalismo para hacerla a su manera con un poder imaginativo y una fantasía literaria que no abruma sino que pide guerra para los fatigados de leer siempre lo mismo. Si queréis comer bien, Cesy Fortuny tiene una estrella Michelín. Por los menos. 

Marian Ramentol y Cesc Fortuny: ¿cuál de los dos es más renacentista en junio de 2015?

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